martes, 1 de octubre de 2013

A veces lo mejor es no pensar...

No es más que un día más que se va escondiendo entre las montañas con timidez, despacito y con calma. Deja a su paso un manto oscuro y negro que  lo envuelve todo. Desde el sentido hasta la locura. El frío empieza a congelar las mejillas de los viandantes que osan hacer frente a ese manto oscuro. Les congela lentamente y les desgasta. La noche se oculta en su manto de belleza y sale indemne de los miles de sacrificios que ocurren bajo ella en cada escapada. Las reflexiones entre sábanas antes de dormir, cuando las ideas bullen en un sinfín de preguntas sin respuesta. En un mar de “algos” de los que difícilmente se saca nada en claro. Todo va de opuestos, sacar cosas en claro en momentos oscuros. Al final viene a ser cierto que los opuestos se atraen, que las cosas de signos contrarios como que son más afines, más propensos a la unión de algo indestructible. Pero… seamos sinceros… Estamos tan locos que lo que mejor se nos da es autodestruirnos lentamente, despacio. Cuanto más despacio mejor, de hecho. No vaya a ser que no duela y no tenga gracia el asunto. Al final somos unos valientes cobardes en busca de vete tú a saber qué, sin más destino que sobrevivir para encontrarlo. Todo se vuelve una búsqueda, una lucha por algo que ni siquiera sabes si te mereces. Es un día tras otro intentando dar con algo que, de repente, le otorgue sentido a esto que llaman vida. ¿En serio se basa todo en esto? Dicen que en ese camino encontramos compañeros de batallas. Esas personas que coinciden en tu sendero y que lo comparten y te ayudan a que sea más llevadera la soledad. Porque al final es eso. Por más amigos que podamos decir que tenemos, por más populares que seamos, siempre existirá ese momento que es tuyo, única y exclusivamente tuyo y que no compartes con nadie más. Al final, estás solo. Tú contigo mismo, con tus recuerdos de sonrisas y de momentos pasados. ¿Qué conseguimos con ello? Volvemos a lo de antes… Desgastarnos lentamente. Sí, es cierto que vivimos y sonreímos. Incluso llegamos a llorar de felicidad. Derramamos pequeñas lagrimillas por algo que nos ha sorprendido. Pero seamos realistas…¿Cuántas de esas hay a lo largo de una vida? Somos unos seres que nos vamos amargando con el paso del tiempo. El mejor ejemplo son los niños. Esa alegría y vivacidad con las que se levantan. Esa energía para afrontar lo que les echen encima. Mira que somos raros… Teniendo de pequeños todo lo que nos hace falta para vivir… Y lo cambiamos por responsabilidades y madurez. Por trabajo y lágrimas de lamento. Cultivamos nuestro cerebro para evitar que disfrute. Nos condenamos por dentro al cerrar las puertas a eso que llaman vivir simplemente porque es lo que hay que hacer. ¿Dónde queda ese inconformismo propio de la juventud? ¿También se ahoga? Entonces… al final sólo nos quedan recuerdos, ¿no? Porque si no… no lo entiendo. Y reitero. Desgaste. Cuando ya no tenemos energías para nada es cuando queremos vivir y disfrutar de eso que las responsabilidades nos han privado. De todas esas pequeñas locuras que hubieran hecho de ese camino algo más asequible, más fácil, con más sonrisas y lágrimas de felicidad. No sé. Lo que está claro es que al final hasta el niño que no sabe nadar, acaba tirándose a la piscina. ¿Por qué? Porque es un niño y los niños no tienen miedo a nada. 

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