A rastras mi corazón sale salvaje hacia el vacío. No tiene
cuerdas. No las necesita. Se adentra en el oscuro y amargo rubor del silencio y
acaricia con su lengua el dulce tacto de la despedida. Su pequeña forma y color
evoca a los dulces días de invierno en los que se acunaba a su lado y
ronroneaba como un gato feliz. Feliz de estar ahí, caliente, borboteante. Su
mirada se ha tornado triste con el devenir de los días. Con la amarga y triste
despedida. El adiós de un día que se acaba y que, sin prisa, se adentra en los
confines del tiempo para convertirse en ayer. Los suspiros del mañana son
causados por el pasado efímero y distante como lo somos todos. Escuece la
herida, la sal acude a su lugar y duele. El vacío se ve más cerca… Más oscuro.
Las montañas de deseos se alejan lentamente pero sin dejar de avanzar y los
callejones sinuosos que atraviesa cada vez son más lúgubres y pesados. Agotan
más, le hacen agonizar hasta la extenuación. Los títeres que manejan sus hilos
se esconden de la derrota de ese ayer plomizo que cae de golpe sobre él. Su
mirada triste y huidiza se esconde para no ver a nadie, para no saber de nadie
ni de nada. Se destroza por dentro, se amarga por dentro, se duele por dentro.
Hay cortes en su interior. Hay dolor. Mucho dolor. Y quiere llorar, pero no
puede… No puede porque no se siente fuerte para llorar, para desahogar todo lo
que tiene en la mente, todo lo que esconden sus sentidos. Y se frustra y quiere
correr allá donde le lleven los pies. Lo más lejos de todo y de todos, de las
maravillas de los días de sol y los tristes días de lluvia en Madrid que lo
llena todo de paraguas grises y deprimentes. Le gustaría recorrer el mundo a pie, que con
el paso de los kilómetros fueran diluyéndose sus miedos, sus preguntas, sus
inseguridades. Le gustaría encontrarse con un río de vida en el camino, una
ilusión y un objetivo que perseguir. Le gustaría volver a ser lo que era antes.
Volver a creer en que las cosas acaban saliendo bien. No tiene fuerzas para
correr. No tiene alma para despedir sus miedos porque son de lo que se alimenta.
El corazón ha perdido su fuego, su hambre, su locura. Todo se desvanece y se
hace gris con el paso de los días, del tiempo. Ése ser implacable que pasa por
todos aunque queramos evitarlo. Y arrasa.
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