En las
calles oscuras y mojadas de Madrid se esconde el sentimiento difuso de lo que
fue. En los recovecos de las esquinas llenas de indigentes hambrientos y
congelados se pueden encontrar los momentos perdidos entre los dos. En los
portales oscuros respiran las huellas de los besos robados al anochecer y en
las baldosas del suelo resbala el amor lentamente hasta las alcantarillas.
Los abrazos se pierden entre la maraña de gente con paraguas que corre despistada en busca de un lugar perdido.
La lluvia empapa el recuerdo doloroso de los días de sol en esas mismas calles, los lustrosos días de sol en los que los bancos de los parques albergaban besos furtivos, donde la luz hacía tintinear el fondo de sus almas hasta hacerlas sonreír.
La noche trajo consigo el lucero de la desesperación. Las sombras les alcanzaron sus miradas haciendo opacos los sentimientos. Las estrellas apenas destellaban la luz necesaria para mantener viva la llama de locura que había entre ellos y poco a poco fue desapareciendo en el manto de negrura que se creó entre los dos.
La lluvia trajo además el rastro amargo de la despedida. Recordó a lo salado del mar. La lluvia terminó de limpiar los restos de sentimiento que quedaban. Consiguió reunir en una gota toda aquella desilusión y desesperación que nacía a raudales de los poros de la piel de ambos.
Y luego llego el frío. Esa sensación que se mete en el cuerpo y lo recorre de arriba a abajo, que te cala, que consigue hincar su diente en lo más profundo del ser, desgarrando ese corazón sanguinolento que destinta, que llena todo de sentimientos encontrados dentro de la maraña de emociones. El frío que congela los buenos sentimientos, las sensaciones placenteras que desenmascaran nuestro lado bueno, ése lado positivo, agradable incluso me atrevería a decir bonito.
Y luego acaba. Llega el fin. El hielo se resquebraja y todo se hace pedazos, se forma una alfombra de cristales afilados, cortantes, ensangrentados de tanto tropezar una y otra vez.
Es el fin, el dolor, el sufrimiento de romperse por dentro, de quebrar, de fenecer. Pero también el fin es el momento de empezar a reconstruirse, a rehacerse de los cortes, del dolor.
Los abrazos se pierden entre la maraña de gente con paraguas que corre despistada en busca de un lugar perdido.
La lluvia empapa el recuerdo doloroso de los días de sol en esas mismas calles, los lustrosos días de sol en los que los bancos de los parques albergaban besos furtivos, donde la luz hacía tintinear el fondo de sus almas hasta hacerlas sonreír.
La noche trajo consigo el lucero de la desesperación. Las sombras les alcanzaron sus miradas haciendo opacos los sentimientos. Las estrellas apenas destellaban la luz necesaria para mantener viva la llama de locura que había entre ellos y poco a poco fue desapareciendo en el manto de negrura que se creó entre los dos.
La lluvia trajo además el rastro amargo de la despedida. Recordó a lo salado del mar. La lluvia terminó de limpiar los restos de sentimiento que quedaban. Consiguió reunir en una gota toda aquella desilusión y desesperación que nacía a raudales de los poros de la piel de ambos.
Y luego llego el frío. Esa sensación que se mete en el cuerpo y lo recorre de arriba a abajo, que te cala, que consigue hincar su diente en lo más profundo del ser, desgarrando ese corazón sanguinolento que destinta, que llena todo de sentimientos encontrados dentro de la maraña de emociones. El frío que congela los buenos sentimientos, las sensaciones placenteras que desenmascaran nuestro lado bueno, ése lado positivo, agradable incluso me atrevería a decir bonito.
Y luego acaba. Llega el fin. El hielo se resquebraja y todo se hace pedazos, se forma una alfombra de cristales afilados, cortantes, ensangrentados de tanto tropezar una y otra vez.
Es el fin, el dolor, el sufrimiento de romperse por dentro, de quebrar, de fenecer. Pero también el fin es el momento de empezar a reconstruirse, a rehacerse de los cortes, del dolor.
El fin no deja de ser el
principio de otra historia…