Mil lunas llenas por delante, mil
noches en vela en la oscuridad de la noche únicamente alumbrada por el candil
de los recuerdos. El dolor de la ausencia de algo que se perdió hace mucho
sigue latiendo con fuerza en algún rincón perdido del fondo de él mismo. Su
mirada seguía clavada en sus ojos aun habiendo pasado muchos años, su sonrisa
le seguía enamorando aunque apenas fuera ya un difuso recuerdo en su memoria.
Su olor había desaparecido entre el manto de fantasmas que había a su alrededor
y por más que intentaba recuperarlo, simplemente había volado. Apenas recordaba
los rasgos de su cara, las mil líneas que tenía en la piel de tanto sonreír.
Poco a poco los detalles de su belleza iban desapareciendo de su mente
rápidamente, como un preso que huye de ser arrestado. Su vida había girado en
torno a ella. Nada sin ella tenía sentido y apenas podía creerse que hubiera
sobrevivido tantos años con su ausencia. La echaba de menos y quizá la vana y
estúpida esperanza de volver a verla algún día le mantenía vivo. Sabía que eso
era imposible… Recordó esas palabras que tantas veces le dijo antes de morir:
“No moriré hasta que no me dejes de recordar”. Y era verdad. Para él, ella
seguía siendo tan real y tan tangible como el primer día, como la primera vez
que pudo rozar sus labios. Jamás la iba a olvidar y quizá por eso se mantenía
vivo… Para evitar que ella muriese con él. Para él era eterna y su finitud no
debería acabar con ese ser tan fantástico y maravilloso que le había acompañado
en los caminos más sinuosos y complicados de su vida. Temía levantarse cada
mañana por si era el último, pero siempre se convencía de hacerlo al pensar que
moriría un poco más rápido si no siguiera con las mismas costumbres de antaño.
Una noche más estaba sentado en un
banco de la ciudad. En ese banco que le vio hace muchos años sonreír como un
niño y que ahora le ve como un pobre viejo solitario sin nada más que
recuerdos. Miraba la luna, su luna, intentando descifrar en su cuerpo de metal
dónde se escondía la sonrisa que se le escapó hace años. Buscaba a cada segundo
un rastro que le hiciera tener un nuevo motivo por el que levantarse por las
mañanas, pero casi nunca lo conseguía. Mucha gente le miraba extrañada al pasar
por delante de él, por cómo miraba al cielo, con esa curiosidad de quién no
sabe y con esa atención del que busca, pero no encuentra.
Un día se le acercó un niño:
-Disculpe, señor. ¿Puedo hacerle una
pregunta?
-Claro que sí, muchacho, dime.
- ¿Por qué mira usted de esa manera a
la luna? Parece que busca algo… No sé… Yo miro al cielo y no veo más que la
luna y no tiene nada de especial…¡ Ni siquiera se ven las estrellas, que son
las más bonitas!
- Ay, pequeño… Eso es una difícil
pregunta… Quizá las estrellas son lo más bonito del firmamento y es cierto que
en la ciudad no las podemos ver. Es cierto que solo se puede observar la luna y
también llevas razón en eso de que no tiene nada especial. Pero también es
cierto que nada es especial. Eres tú quien hace las cosas especiales. Por
ejemplo, esa pulserita de cuero que llevas. Si la ves en cualquier sitio,
seguro que dirías que no es nada del otro mundo, sino que simplemente es una
pulsera de cuero. Sin embargo, para ti es especial, ¿a que sí? Seguro que ha
sido un regalo de tu padre o que la has hecho tú de algún trozo de cuero que
has encontrado. Tú la has hecho especial, ¿no? Pues lo mismo me pasa con la
luna. Para mí tiene un significado que tú ahora no alcanzas a entender, pero es
especial porque bajo su luz he vivido los momentos más maravillosos de mi vida
y ahora que no los puedo tener, es quien me recuerda cada día que merece la
pena sonreír por lo vivido porque por muy malo que sea, siempre puede ser peor…
- Pero…
- Tranquilo pequeño, algún día
entenderás que las cosas buenas de la vida se esconden en los lugares más
insospechados y que cada minuto nos dedicamos a encontrarlos. Yo encontré lo
mejor de mi vida aquí sentado mirando a esa luna y aquí sentado sigo cada día
recordando la mayor felicidad que puede alcanzar un ser humano.
- No lo entiendo señor.
- Lo sé. Sé que no lo entiendes, pero
solo quiero que recuerdes que tienes que vivir cada segundo y sonreír el mayor
número de veces cada día porque si lo haces, todas las cosas malas que te
puedan pasar se van a quedar en un simple recuerdo que olvidar.
- Creo… que me voy a ir… Mi padre me
estará buscando.
- Vete. Ve con tu padre y dile que le
quieres, seguro que consigues arrancarle una de esas sonrisas que hace tanto
tiempo que no ves y que echas de menos.
El niño se giró y se fue corriendo
medio asustado por las cosas que le decía aquel señor sentado en ese banco en
el frío de la noche. Fue donde estaba su padre que empezaba a estar realmente
preocupado por dónde estaba su pequeño. Fue, le agarró la mano con fuerza y le
gritó que le quería un montón. El padre le dio un abrazo enorme y le dedicó una
gran sonrisa como nunca lo había hecho. El niño miró hacia el banco donde
estaba aquel misterioso señor para darle las gracias con una mirada, pero se
encontró con el banco desnudo, que empezaba a llenarse de los pequeños copos de
nieve que comenzaban a caer en aquella noche fría y oscura.
Cuando vio al niño irse, decidió
levantarse y dirigir sus pasos a algún lugar más cálido en el que velar sus
recuerdos. Intentaba luchar contra las lágrimas que pretendían escaparse de sus
ojos. Ese niño le había recordado a él. Jamás consiguió valorar nada de lo que
tuvo ni supo mantener todo aquello que quiso. Realmente cuando empezó a valorar
lo que tenía fue cuando comenzó a perderlo poco a poco.
Llegó a su casa congelado, lleno de nieve
y con los pies empapados. Se puso el pijama y se metió en la cama, tan grande y
vacía como cada noche. Miraba al techo en el que se reflejaban las luces de las
farolas que se colaban por los huecos de la persiana.
De repente… Sonrió. Se empezó a reír
a carcajadas. No sabía exactamente por qué, pero reía y era feliz. Tenía la
absoluta certeza de que pronto la volvería a ver aunque en el fondo de sí mismo
sabía que eso era imposible. Pero ese día quería engañarse. Le había enseñado a
un niño que el secreto de la felicidad reside en sonreír y hacer sonreír a cada
instante. Con eso se sentía satisfecho. Había conseguido enseñarle a alguien
eso que jamás le enseñaron a él y era feliz. Por fin había conseguido hacer
algo medianamente bueno en su vida.
Cerró los ojos. Una hora después, el
corazón de este melancólico hombre se apagó para siempre. Murió haciendo
exactamente lo que nunca fue capaz de hacer. Sonreír.
No hay comentarios:
Publicar un comentario