Tarde gris. Nublado. Algunos rayos de sol atravesando las nubes.
Una joven sube a un autobús y se sienta en frente de un hombre con un ramo de rosas. Mirada fija. Sonrisa. Al fin y al cabo felicidad.
¿Le gustan las rosas?¿Son bonitas verdad?-- dice el hombre.
La joven, vergonzosa por esa mirada sincera que desvelaba su felicidad, alegría y gusto por las rosas, agacha la cabeza. Se sonroja.
Sí-- responde la joven. A lo que el hombre le propone quedárselas: "Tómalas. Para ti.Acéptalas. Te las regalo"
Lo siento,no puedo aceptarlas-- rechaza la mujer sonrojada y con la mirada cabizbaja.
En serio, quedatelas tú. Cuando se lo explique a mi mujer lo entenderá...
Se las entrega y se levanta. El autobús ha parado. Ha llegado a su destino. El hombre baja. Se cierran las puertas.Mientras el bus arranca de nuevo la joven se queda mirando,a través de la ventana, como el hombre se aleja . Caminando despacio, triste e inexpresivo. El hombre entra en el cementerio.
martes, 6 de marzo de 2012
sábado, 3 de marzo de 2012
Mil lunas llenas por delante, mil
noches en vela en la oscuridad de la noche únicamente alumbrada por el candil
de los recuerdos. El dolor de la ausencia de algo que se perdió hace mucho
sigue latiendo con fuerza en algún rincón perdido del fondo de él mismo. Su
mirada seguía clavada en sus ojos aun habiendo pasado muchos años, su sonrisa
le seguía enamorando aunque apenas fuera ya un difuso recuerdo en su memoria.
Su olor había desaparecido entre el manto de fantasmas que había a su alrededor
y por más que intentaba recuperarlo, simplemente había volado. Apenas recordaba
los rasgos de su cara, las mil líneas que tenía en la piel de tanto sonreír.
Poco a poco los detalles de su belleza iban desapareciendo de su mente
rápidamente, como un preso que huye de ser arrestado. Su vida había girado en
torno a ella. Nada sin ella tenía sentido y apenas podía creerse que hubiera
sobrevivido tantos años con su ausencia. La echaba de menos y quizá la vana y
estúpida esperanza de volver a verla algún día le mantenía vivo. Sabía que eso
era imposible… Recordó esas palabras que tantas veces le dijo antes de morir:
“No moriré hasta que no me dejes de recordar”. Y era verdad. Para él, ella
seguía siendo tan real y tan tangible como el primer día, como la primera vez
que pudo rozar sus labios. Jamás la iba a olvidar y quizá por eso se mantenía
vivo… Para evitar que ella muriese con él. Para él era eterna y su finitud no
debería acabar con ese ser tan fantástico y maravilloso que le había acompañado
en los caminos más sinuosos y complicados de su vida. Temía levantarse cada
mañana por si era el último, pero siempre se convencía de hacerlo al pensar que
moriría un poco más rápido si no siguiera con las mismas costumbres de antaño.
Una noche más estaba sentado en un
banco de la ciudad. En ese banco que le vio hace muchos años sonreír como un
niño y que ahora le ve como un pobre viejo solitario sin nada más que
recuerdos. Miraba la luna, su luna, intentando descifrar en su cuerpo de metal
dónde se escondía la sonrisa que se le escapó hace años. Buscaba a cada segundo
un rastro que le hiciera tener un nuevo motivo por el que levantarse por las
mañanas, pero casi nunca lo conseguía. Mucha gente le miraba extrañada al pasar
por delante de él, por cómo miraba al cielo, con esa curiosidad de quién no
sabe y con esa atención del que busca, pero no encuentra.
Un día se le acercó un niño:
-Disculpe, señor. ¿Puedo hacerle una
pregunta?
-Claro que sí, muchacho, dime.
- ¿Por qué mira usted de esa manera a
la luna? Parece que busca algo… No sé… Yo miro al cielo y no veo más que la
luna y no tiene nada de especial…¡ Ni siquiera se ven las estrellas, que son
las más bonitas!
- Ay, pequeño… Eso es una difícil
pregunta… Quizá las estrellas son lo más bonito del firmamento y es cierto que
en la ciudad no las podemos ver. Es cierto que solo se puede observar la luna y
también llevas razón en eso de que no tiene nada especial. Pero también es
cierto que nada es especial. Eres tú quien hace las cosas especiales. Por
ejemplo, esa pulserita de cuero que llevas. Si la ves en cualquier sitio,
seguro que dirías que no es nada del otro mundo, sino que simplemente es una
pulsera de cuero. Sin embargo, para ti es especial, ¿a que sí? Seguro que ha
sido un regalo de tu padre o que la has hecho tú de algún trozo de cuero que
has encontrado. Tú la has hecho especial, ¿no? Pues lo mismo me pasa con la
luna. Para mí tiene un significado que tú ahora no alcanzas a entender, pero es
especial porque bajo su luz he vivido los momentos más maravillosos de mi vida
y ahora que no los puedo tener, es quien me recuerda cada día que merece la
pena sonreír por lo vivido porque por muy malo que sea, siempre puede ser peor…
- Pero…
- Tranquilo pequeño, algún día
entenderás que las cosas buenas de la vida se esconden en los lugares más
insospechados y que cada minuto nos dedicamos a encontrarlos. Yo encontré lo
mejor de mi vida aquí sentado mirando a esa luna y aquí sentado sigo cada día
recordando la mayor felicidad que puede alcanzar un ser humano.
- No lo entiendo señor.
- Lo sé. Sé que no lo entiendes, pero
solo quiero que recuerdes que tienes que vivir cada segundo y sonreír el mayor
número de veces cada día porque si lo haces, todas las cosas malas que te
puedan pasar se van a quedar en un simple recuerdo que olvidar.
- Creo… que me voy a ir… Mi padre me
estará buscando.
- Vete. Ve con tu padre y dile que le
quieres, seguro que consigues arrancarle una de esas sonrisas que hace tanto
tiempo que no ves y que echas de menos.
El niño se giró y se fue corriendo
medio asustado por las cosas que le decía aquel señor sentado en ese banco en
el frío de la noche. Fue donde estaba su padre que empezaba a estar realmente
preocupado por dónde estaba su pequeño. Fue, le agarró la mano con fuerza y le
gritó que le quería un montón. El padre le dio un abrazo enorme y le dedicó una
gran sonrisa como nunca lo había hecho. El niño miró hacia el banco donde
estaba aquel misterioso señor para darle las gracias con una mirada, pero se
encontró con el banco desnudo, que empezaba a llenarse de los pequeños copos de
nieve que comenzaban a caer en aquella noche fría y oscura.
Cuando vio al niño irse, decidió
levantarse y dirigir sus pasos a algún lugar más cálido en el que velar sus
recuerdos. Intentaba luchar contra las lágrimas que pretendían escaparse de sus
ojos. Ese niño le había recordado a él. Jamás consiguió valorar nada de lo que
tuvo ni supo mantener todo aquello que quiso. Realmente cuando empezó a valorar
lo que tenía fue cuando comenzó a perderlo poco a poco.
Llegó a su casa congelado, lleno de nieve
y con los pies empapados. Se puso el pijama y se metió en la cama, tan grande y
vacía como cada noche. Miraba al techo en el que se reflejaban las luces de las
farolas que se colaban por los huecos de la persiana.
De repente… Sonrió. Se empezó a reír
a carcajadas. No sabía exactamente por qué, pero reía y era feliz. Tenía la
absoluta certeza de que pronto la volvería a ver aunque en el fondo de sí mismo
sabía que eso era imposible. Pero ese día quería engañarse. Le había enseñado a
un niño que el secreto de la felicidad reside en sonreír y hacer sonreír a cada
instante. Con eso se sentía satisfecho. Había conseguido enseñarle a alguien
eso que jamás le enseñaron a él y era feliz. Por fin había conseguido hacer
algo medianamente bueno en su vida.
Cerró los ojos. Una hora después, el
corazón de este melancólico hombre se apagó para siempre. Murió haciendo
exactamente lo que nunca fue capaz de hacer. Sonreír.
La sonrisa se difumina con el paso
del tiempo. Con el emborronar de los recuerdos poco a poco se va diluyendo ese
atisbo de aquella pequeña felicidad que creías tener. Cada mañana te levantas
con la sensación de que no avanzas, de que estás estancado en un mundo del que
ni tú mismo sabes cómo salir. Estás encerrado en una mazmorra cuidada por
dragones que provocan gran temor y no puedes salir a menos que encuentres la
llave mágica. Y sabes perfectamente que esa llave mágica es casi imposible de
encontrar. Sabes que aquello que deseas tanto, te va a costar muchísimo
alcanzarlo. Sabes que sí, que vas a luchar, pero que el hecho de luchar no significa
que vayas a ganar. Y, sin embargo, vas a luchar. No sabes muy bien por qué. No
tienes ningún motivo por el que ilusionarte, ni tienes motivos para seguir
adelante, ni sabes siquiera cómo dar el siguiente paso. Pero… Decides ponerte
en pie como puedes, con el dolor de las heridas inundándote, con la sangre
rodando por los cortes del dolor, con las lágrimas surcando tu destrozado
rostro. Te recompones de las cenizas como el ave fénix que te enseñaron a ser e
intentas devolver el brillo a tus ojos apagados por la oscuridad del silencio.
Tus piernas apenas soportan el peso de tu cuerpo porque no sólo le llevan a él.
Llevan también la pesada carga que hay sobre sus hombros de la que nunca vas a
ser capaz de librarte y que cada vez pesa más. Has llorado mucho por el peso de
esa carga. Te duelen los hombros y la espalda, pero te duele más el no poder
deshacerte de las veces que has errado, de las mil caídas que has tenido y de
las millones de veces que has hecho caer. Quizá por eso estás en ese mundo
tenebroso lleno de oscuridad donde la única luz que hay es la llama de la
vergüenza y la única fuerza que te acompaña es la del orgullo. Te encantaría
poder cerrar los ojos y volver a esos días de luz. A esos días en los que
cualquier cosa te hacía feliz. Quisieras desear salir de aquella tierra hostil
que tan poco te gusta y volver al lugar del que procedes. A ese en el que un
día conseguiste creer en ti mismo, en que podías hacer todo lo que te
propusieras, en el que te sentías querido. Ahora… Te encuentras en medio de esa
sensación de vacío de la que no puedes escapar, de esa falta de luz y esperanza
en tu vida que en el fondo ni siquiera entiendes. No entiendes cómo has llegado
a ese punto sin retorno. Por más que intentas pensar… sigues creyendo que lo
que hiciste, lo hiciste bien, aunque evidentemente no fue así por cómo han
acabado las cosas. Y sin embargo… aún mantienes la idea de encontrar la llave
mágica desaparecida. Esa que te abre la puerta de nuevo a tu mundo. ¿Qué
piensas encontrar? ¿A quién quieres engañar? Sabes que vas a morir en el
intento, sabes que no vas a aguantar una derrota más, que no ganar ahora mismo
significa desaparecer. Estás acostumbrado a ello, pero ya estás harto de darlo
todo de ti y nunca recibir una recompensa. Y… a pesar de todo, sigues siendo
tan estúpido como para seguir intentando hacer lo que esperan de ti sin pensar
qué es lo que quieres de tú realmente de ti mismo. Cambia. Esperan que tires
todo por la borda para salir de ahí. Quieren que acabes contigo mismo en el
intento. ¿Vas a dejar que salgan victoriosos? Lucha por salir, pero adelántate
a lo que quieren y busca tu propio yo porque luego será lo que te salve. Quizá
te siga pesando todo el dolor que tienes encima, que no es poco. Te costará
reponerte de esas sangrantes heridas que apenas dejan moverte, casi no podrás
moverte un centímetro, pero aprovecha ese tiempo para pensar en cómo
enfrentarte a esos dragones que lo único que quieren es que no consigas tu
objetivo. Tómate tu tiempo, que crean que has caído para luego volver de nuevo
con fuerza y poder conseguir la ansiada llave mágica que te permita ir a aquél
lugar que tanto añoras.
Hay muchas cosas por las que luchar
cada día. Hay segundos en los que se pierde la noción de lo que nos rodea y el
miedo, el dolor, las lágrimas, la desesperación y todos los sentimientos
negativos se comportan como las nubes en el cielo impidiéndonos ver el sol que se esconde tras de ellos. Sí. Porque
siempre hay sol. Aunque creamos que las cosas no pueden ser peores y aunque no
seamos capaces de ver algo bueno en una situación, siempre hay algo positivo.
Pensamos que somos invencibles en
algunos momentos. Que somos débiles en otros. Creemos a veces que somos capaces
nosotros solos de hacer frente al mundo y tenemos la fe de que ese mundo no nos
va a comer. Sin embargo, siempre flaqueamos en algún momento del camino. Quizá
aquello por lo que flaqueamos es una pequeñísima piedra en el camino y nos
sorprendemos nosotros mismos porque hemos saltado algunas más grandes. Pero
debido precisamente a ese hecho, cuando llegamos a las pequeñas estamos
cansados. Nos cansa tener que rodear, levantar o saltar piedras. Nos duelen los
problemas que tenemos que resolver solos. Nos cansa tener que cansarnos y nos
mina el ánimo el tener que soportar una vez más esa sensación.
Además existe el problema añadido de
que queremos correr. No sabemos lo que queremos, pero corremos hacia ello como
si no hubiera mañana. Queremos conseguir todo aquello que se supone que desea
todo el mundo lo antes posible para después dedicarnos a lo que realmente
deseamos nosotros mismos. Quizá eso es un error. Quizá debiéramos tenernos más
en cuenta y hacer lo que anhelamos sin pensar.
Tal vez eso que llaman libertad no es
más que un simple deseo de coger y marcharse en cualquier momento a lanzarse al
lago de los deseos. A cumplir esas tonterías que soñaba aquel niño pizpireto
antes de ir a dormir. Simplemente escapar de esa rutina que nos ahoga todos los
días haciendo algo que realmente queremos sin tener vergüenza ni miedo a lo que
puedan pensar los demás.
Buscamos la felicidad, buscamos
sentirnos llenos, sentirnos queridos y querer .¿De qué sirve tenerlo todo en la
vida si luego no estamos a gusto con todo ello? ¿Cuál es el precio que habría
que pagar por lo que uno quiere?
Las personas tenemos un problema y es
que cuanto más tenemos, más queremos y somos puramente inconformistas. Cuando
tenemos todo lo que podríamos desear siempre surge una nueva cosa por la que
entristecerse. Pero… esto también es la esencia de la vida… Siempre estamos
buscando. Constantemente estamos tras eso que nos puede hacer felices, que nos
cierre el vacío de nuestro interior.
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